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Vargas Llosa dice de Onetti que su inventario narrativo parte de un solo concepto: un hombre, una mujer, una situación tensionada y una huida a lo imaginario. Eso es literatura. No más. El propio Onetti se define escuetamente como ‘alguien que escribe’. No mensajes, no propósitos. Ni tan siquiera una diletante tentación de comunicación. Un escribidor que habla de un ser humano y un suceso o concatenación de sucesos, sin mejor continuación de épocas y paisajes. Reiteradamente, Onetti, uno de los más bohemios y fronterizos escritores que se recuerdan, se queja de que injustamente se le haya tachado de maldito, con un agregado poco consistente de alguna leyenda negra. El mismo se reconoce, desde niño, como un gran embustero, engarzando de esa manera tan sencilla, la invención espontánea con la creación de un entramado irreal. Si todo esto es así por la definición que de sí mismo propone Onetti, su gran personaje, Larsen, el Juntacadáveres, encaja irremisiblemente en ese ficcionar inalcanzable. Un personaje insubsistente, intangible, fantasmagórico. Pero nunca espejismo de una realidad o mundo táctil o concretizado. Onetti tímido, hermético, desembocando en un Larsen resabiado, fragilizado.
Con un lado de la boca sonrió, indulgente y viril – como a viejos rivales, tantas veces vencidos que el mutuo antagonismo era ahora blando y simpático como un hábito -, a la soledad, al espacio y a la ruina.
L. Haars recuerda de Larsen que es ‘el sumo pontífice de la desesperación, que oficia diariamente ante un altar inhabitado’. Pero, vayamos al punto de partida: Es acaso en El astillero la ecuación desesperación=pesimismo una identidad? O nos encontramos simplemente con dos términos que en la Santa María de Onetti no tienen sino mecanismos de inevitable y borrosa fusión? Si aceptamos la inclusión de Onetti en el capítulo de lus existencialismos (una moda que, como todas, nace en Francia y de la que Camus y Sartre eran los dueños, diría alguna vez) su predicado es ‘huirse’, donde Camus construyó ‘inexplicarse’ y Sartre construyó ‘aburrirse’. Porque, sin duda, la huida de sí mismo ya es una contundente versión del pesimismo. Un hombre viejo que había desistido de sí mismo. Y eso, en un contumaz lector todos los inviernos de alguien oficialmente pesimista como Baroja, empieza a explicar algunas cosas.
Larsen es un revanchista. Un hacedor de doble, triple o enésima moral del carácter visiblemente prostibulario, quilombista, de una sociedad perennemente provinciana en cada milímetro de barro de su espectral geografía. Que quiere destruir a base de indiferencia. Pero la indiferencia es aquí un ejercicio de negación de futuro, casi se diría que una espera a la muerte sin conceder ni un centavo a la esperanza. Porque la ilusión por ese afán de revancha tampoco es en esencia conjeturable.
…y empezó a entrar en Santa María, poco después de terminar la lluvia, lento y balanceándose, tal vez más gordo, más bajo, confundible y domado en apariencia.
Así entonces, Larsen es un pesimista a lo Schopenhauer, a lo Saramago? En tanto que fiel a evanescentes axiomas de constatación de la vida, de su estadística descriptiva, por descontado que sí. El mundo es dolor y la existencia del hombre es sombría. Y, en añadido, deviene más sombría cuando establece relación con su entorno humano. E inferencialmente, qué diríamos? Insisto, el futuro onettiano no existe, es una quimera. Tampoco se habla de una caducidad, de un azar final. Sólo se sabe que éste es inminente, ineluctable. Y, como no podía ser de otra forma, nos dibujará una amenaza, un incendio final apocalíptico, donde, como Rulfo, los muertos son vivos y viceversa. Como también Borges, donde el tiempo no es indispensablemente una progresión ordenada de eventos gobernados por un calendario sucesivo.
Y Larsen, el Juntacadáveres, es un merodeador. Un merodeador de lo previsto, de lo nefandamente imposible en tanto irremisible. Un merodeador sí o sí del desconcierto. Porque desconcierto es consternación, pero tal vez no desaliento. Merodea acaso la traición, acaso la ocre mirada de aquellos que le reconocen y callan su reprobación, acaso, en el límite, de esa atmósfera pluscuamdecadente de seres oxidados como el hierro que nunca volverá a tener brillo. En esto descubrimos el cifrado de ese pesimismo desesperanzado que rodea el universo de El astillero. La hipocondría como génesis (que ya se lanzara en La vida breve). La hipocondría kierkegaardiana donde el pecado no es el mal en sí mismo, sino que es la persistencia en el pecado lo que hace detestables a los hombres. Incluso víctimas de un escepticismo connatural, donde nada se aprende, nada se interioriza sino esa sensación de distancia, de pesadez, de nubes removidas. Escepticismo para iniciados, nada nihilista porque nunco hubo nada en qué descreer. La individualidad confusa, donde es complicado establecer aristas entre el propio yo y el yo ajeno.
“Sólo debo preocuparme por mí, no hay otra cosa; yo, triste y aterido en este escritorio, acorralado por el mal tiempo, la mala suerte, la mugre. Y sin embargo, me importa que esta lluvia caiga sobre otros, golpee desganada sus techos.”
Porque, como queríamos demostrar, el sosias Juntacadáveres es en el fondo un bucólico. Apócrifo, pero bucólico soñador, posiblemente embarcado a su pesar en desfacer artificios donde la iniquidad permanezca, lleno de tolerancia, magnánimo y paternal. De su angustia de cenizas y penumbras se sospecha una inquietante belleza, una mítica rescatable sin embargo. Aunque nunca se cuestione la derrota. La derrota (intuída? deseada?), paradójicamente, siempre acabará muriendo. Más allá de la debatida religiosidad en toda la novela, diríamos que si la eternidad suprahumana se contemplara para Larsen, éste se posicionaría en ella como un ser intruso, un auténtico farsante que acepta veladamente el enmascaramiento de la comedia donde el viejo Petrus juega un papel de instigador ajeno a cualquier posible desenlace. Un Petrus del que Larsen piensa: “Yo soy, apenas, una desconfianza. Y ni siquiera me tiene miedo”. Miedo que estará acrecentándose de a poco durante el avance de la historia. Miedo desde el autoexilio ahora de un mundo hostil, adverso en el que no sabemos si por casualidad o por fatuo ritual, Larsen se va a convertir en el gestor de la ruina, quizá en un maquiavélico e infiel desquite de un cosmos sin pasado y escupido en voces harapientas.
Pero ese pesimismo que incorpora miedo, encogido en el principio verdadero del temor, está provocado por un sentimiento ex nihilo de soledad y fracaso. Como apostillaría C. Peri Rossi, 'soledad ambivalente: es la fuente de angustia pero, al mismo tiempo, es una señal de identidad, un escudo para protegerse de cualquier ilusión'. En una época que, en palabras de Petrus, hay que llamar triunfo a un acto de justicia. Y esto es porque el Onetti/Larsen de El astillero, definitivamente, no cree en la condición humana e incluso caer en la esperanza no es sino una grosería.
…porque somos hombres y las posibilidades de infamia son comunes y limitadas: la astucia, la lealtad, la tolerancia, el mismo sacrificio, el pegarse al flanco del otro como un nadador para defenderlo de la correntada, y para ayudarlo a hundirse, casi siempre a su pedido, exactamente cuando nos conviene.
Larsen vive el acatamiento de posibilidades. Su modus operandi modula en palabras igualmente muertas desde el asesinato al suicidio. Desde la rebeldía moral a lo Nietzsche a la insurgencia de la búsqueda del delator para 'insultarlo despacio hasta cansarme' , acercándose en esto a la pobreza progresivamente degradante de aspiraciones humanas a lo Gracián. Es ese caos donde el origen es la miseria y el sufrimiento, un caos recubierto de verdín y sólo temporal en las arrugas y el amarillear de documentos contables. En el que la naturaleza de especie es la confrontación. ('Lo único censurable que hice fue fracasar'). Una confrontación en la que, como proclamaba Frank Capra de sus personajes, los buenos son entrañablemente buenos y los malos son entrañablemetne malos. Lo que ocurre es que, para Larsen, el adverbio es ‘derrotadamente’.
Tomando ad negationem la propuesta de G. San Román (St Andrews Univ) de una imposible continuidad de esa ilusión o farsa en la bipolaridad que oscila a través de toda la novela, iríamos al momento final, el minuto de infierno en la última página:
…pudo imaginar en detalle la destrucción del edificio del astillero, escuchar el siseo de la ruina y del abatimiento. Pero lo más difícil de sufrir debe haber sido el inconfundible aire caprichoso de septiembre, el primer adelgazado olor de la primavera que se deslizaba incontenible por las fisuras del invierno decrépito.
José Pastor, febrero 2010
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