MURAKAMI Y BORGES: LA IDEA DE
MUNDOS PARALELOS SIMULTANEOS
Decimos
que ficcionar se compone elementalmente de dos parámetros: contar e
imaginar. En el primer verbo se adiciona más contenido vital al
conocimiento de quien recibe una historia; en el segundo, se sugiere
(a veces incluso en modus de sospecha o deformación) una
teoría de posibilidad alternativa a una realidad. Si ese predicado
ilusorio va referido a futuro, no se hace cosa diferente a conjugar
condicionales y envidar, cual tahúr a mitad de camino de cielos o
infiernos, a una aproximación al concepto de infinito. Pero si, por
contrario, la imaginación evoca al minuto presente, a la cosa
sensorial y tangible en la que nos podamos encontrar en un momento
dado (incluso quizá tomando prestadas secuencias pretéritas), el
paisaje resultante 'es' exactamente 'el' infinito, en tanto en cuanto
el daguerrotipo propuesto ignora voluntariamente cualquier esquema
afecto a leyes terrenales conocidas por el hombre.
Borges
basa buena parte de su obra en esto. Aunque sus tesis al respecto
podría decirse que ya las enuncia en 'Nueva refutación del tiempo',
hay dos momentos singulares en que presenta la certeza (ironía es
hablar de certezas en la obra borgeana) de mundos paralelos
simultáneos: 'La biblioteca de Babel' y, sobre todo, 'El jardín de
senderos que se bifurcan'. Si se me permite, incluso, en el extremo,
la exégesis de ambas sería 'El inmortal'. Más de medio siglo
después, Haruki Murakami escribe 'Crónica del pájaro que da cuerda
al mundo'. En formato mucho más prolijo, pero fuertemente
demostrativo, nos hace un collage argumental de realidades
superpuestas, todas igualmente posibles o imposibles y no
necesariamente excluyentes. En el enganche de ambos tendríamos
(dando una voltereta hacia atrás de dos siglos) a Leibniz y su
teoría de las mónadas, entendiendo éstas como sustancias simples
de que las entelequias se componen. Y, obviamente, el enganche y
confluencia se produce en el lado de la ética, pues el quid pro
quo de todo es la conducta humana referida a principios no
sesgados, siquiera vía espacio y tiempo, o sea, principios
naturales. Porque el común punto de partida es la existencia de un
álgebra 'esencial', un orden, en cada individuo y su indivisible
soledad. De la suficiencia o no de esa necesaria álgebra es el ruido
de fondo que la Literatura proporciona.
En
el objetivo, hablamos de dos categorías primeras: universalidad y
eternidad. Murakami sueña sentado en el fondo de un pozo que es
'probablemente culpable' de haberle abierto la cabeza a su cuñado.
Pero él, dormido o en vigilia, sabe que él no ha realizado tal acto
y que el único sabedor de la existencia de la herramienta del crimen
es su colega Cinnamon. Pero es su mujer quien le anuncia que va a
asesinar a ese hombre. La autoría real se desvanece. El momento y el
lugar, también discordian en el decurso de la narración. El hecho
concreto, desnudo de voluntades, es que él o ella o quién demonios
sea, va a abrirle la cabeza a ese hombre, que podrá morir o no.
Tanto da. De nuevo la célebre sentencia de Borges en 'La forma de la
espada': “Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los
hombres”. El protagonista, Vincent Moon, en esa tautología que más
tarde recogerá Schopenhauer, pone en su boca el principio
fundamental de la fantasía narrativa. Tal vez, osaría proclamar, el
principio mágico de la vida misma.
Todos
y en todo momento. O cualquiera y en cualquier momento. Esa es la
clave.
Ahora
bien, en Literatura, cómo funciona la fusión entre lógica onírica
y lógica externamente real? Hay acaso una respuesta única para eso?
Y si hubiera distintas maneras, cómo superamos el concepto tiempo?
Finalmente, es de veras necesario o conveniente esa superación de
lo temporal?
Volvamos,
como en otras muchas materias, a Lacan: “La vérité a structure de
fiction”. Seguramente el debate sobre la obviedad de una verdad o
una mentira es absurdo, puesto que, como sabemos sobradamente, no hay
capacidad de distinción cuando la moneda que está sellada por ambos
conceptos en cada uno de sus lados da vueltas continuas sobre sí
misma. Y con velocidad cada vez menos perceptible por la visión
humana. De entrada, entonces, renunciamos al fetichismo de 'las
verdades' y su unicidad. Cuando Borges nos cuenta acerca del
entrañable Funes en su memoria completa nos revela que cada
microsegundo tiene su verdad, incluso con un nombre diferente para
cada una de las ramas de cada uno de los árboles, si fuera preciso.
Así entonces, estamos condenados a renunciar a la verdad? Aún más:
de Murakami ha hablado C. Tyler en London Book Review que en su
última novela '1q84' la prestidigitación argumental se apoya en
mover a conveniencia Realidad A versus Realidad B, con su
correspondiente brecha de ajuste. Realidades contrastantes entonces?
En absoluto. Realidades alternativas. Pero que convergen y divergen
en perpetuo caos. La construcción moral, si ésta es justificable,
es la que se pretende divisar en alguna forma de armonía desde ese
caos.
Aquí
es donde el tiempo se anula. O se vuelve infinito. O llámenlo eterno
si prefieren. Ni siquiera el idealismo de Berkeley, nos recuerda
Borges, puede escapar de que el tiempo está formado también 'sólo'
por tiempo. Por partes de tiempo? Leibniz diría que sí y pondría
sus mónadas en juego. Pero Borges y Murakami hacen su propuesta ad
negationem. El tiempo no existe.
Así de contundente y así de simple. Para poder apuntalar tal
artificio mental, no tienen más remedio que llegar a las dos
entidades inherentes que, salvados sean algoritmos de todas finitudes
y orígenes, tienen la llave de eso llamado tiempo: sucesión y
repetición.
Tiempo
sucesivo, tiempo iterativo. Orden natural que implica en sí mismo el
cuestionar ese orden a poco que haya una identidad que pueda ser
detectada. Esa es la solución a la falsa dicotomía que parece
exigir la presencia de fantasía humana. Porque a partir de
identidades o sus aproximaciones o similitudes es donde el sistema se
puede volver inestable. Maravillosamente inestable, valdría decir.
La textura y numerificación de su márgen de error es el terreno en
que se mueve la Literatura.
En
este entonces es cuando Borges desde una orilla, Murakami desde otra
hacen añicos el concepto de Destino. Al negar la existencia, al
menos unívoca y rocosamente impenetrable, de lo que se llama
'tiempo', cómo aparece entonces contado y referido el acontecer
day-after-day que se nos representa en nuestra existencia?
Caeríamos pronto o tarde en los conceptos a-priori-a-posteriori
kantianos? No, amigos. En absoluto. Volvamos al Destino como idea
metafísica. Si lo que aconteció no podía ser de otra forma.... por
qué lo que acontecerá debe seguir esos mismos cánones? Y si lo que
va a acontecer será de una manera hagamos cuanto hagamos.... por qué
hemos vivido lo hasta ese instante vivido? Es más, si tomáramos
como fatum algo incognoscible... para qué serviría el
presente, luego no ha de modificar en más o en menos, en positivo o
negativo, el futuro? Borges y Murakami superan ese concepto que
definitivamente lo arrinconan en la humareda de los credos
populacheros sobrenaturales.
El
Destino no existe, puesto que el tiempo, inevitablemente compañero
de éste, no se compone de un sólo sentido. Así entonces, la
propuesta de Borges, que generaciones después Murakami recoge y
adopta, es una nueva dimensionalidad en la que hombres y eventos
viven posiblemente en un movimiento perpetuo y continuo
multidireccional.
En
Literatura, al menos, la consecuencia de cualquier historia no es
cosa diferente de que precisamente esa historia podría suceder.