jueves, 18 de septiembre de 2014

UAN RULFO, EL HACEDOR DE INFIERNOS QUE NO LO QUERIA SER


JUAN RULFO, EL HACEDOR DE INFIERNOS QUE NO LO QUERIA SER


Quiso la funesta Parca que las dos voces más sobresalientes del español del siglo XX fallecieran el mismo año, 1986. Rulfo un 7 enero; Borges un 14 junio. Ciento sesenta y un días de diferencia entre el óbito de ambos. Como un aire envenenado que viniera del propio Comala. Borges apreció la obra de Rulfo; éste no tanto la del maestro argentino. Arguedas, Cortázar, Azuela y Onetti fueron las plumas a las que Rulfo admiró. Y García Márquez, amigo leal, discípulo y exégeta del verbo plano de Rulfo.

Valiéndonos prestado el vademecum de Vila-Matas, no hay personaje más 'montaniano' dentro del panorama literario en la Historia de las Letras que Juan Rulfo. Escritor breve, a su pesar? Quizás no. Tan sólo 'literato breve'. A lo Rimbaud en poesía, otro aventajado e ilustre visitador de infiernos. Rulfo, alguien tímido, apocado, autoconceptuado como hombre tendente a las depresiones desde su época cadete, no vivió nunca en los teatros públicos de la Literatura. Tampoco, pese a su unánime e internacional reconocimiento, se comprometió como difusor o paladín de estilos, ismos o catecismos ningunos. Ni tan siquiera fue lanzado desde Francia al mundo como Cortázar o Borges. El fue siempre un autor mexicano y mexicanista. Entró en el 'boom latinoamericano' desde su país natal, auspiciado por Alfonso Reyes y algunos otros. Lanzó su imaginación afuera de algo que no dibujara más que lo que su fantasía o chispa emocional le obligara a derramar palabras en un papel. Con sus apenas 250 páginas de maravillosa e intrincada prosa. Prosa difícil, de obligada lectura múltiple. Pero, como su Abundio en su frase lapidaria entonara.... 'son los tiempos'.

“El día que te fuiste entendí que no te volvería a ver. Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado del cielo. Sonreías. Dejabas atrás un pueblo del que muchas veces me dijiste: 'Lo quiero por ti; pero lo odio por todo lo demás, hasta por haber nacido en él'”.


La cuestión no es en nada baladí ni prescindible. Si pudiéramos poner en la palestra de todos cuantos escritores han sido, estamos seguros que muy posiblemente el mestizaje de ambos extremos citados sería, en definitiva, el triunfante. Por eclecticismo, más que por otra cosa. Pero en Rulfo, esa voluntad de reunificación es ciertamente diferente.

Ecos y ánimas. La muerte. Pero una muerte que indefectiblemente lleva al infierno. Una muerte que es condenación y que esta condena tiene su más viva estampa en seguir penando como espectros por unos pueblos moribundos fantasmagóricos. Un vacío yermo, donde sólo 'unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza', que definiría en 'Nos han dado la tierra'. El brillo de esperanzas malignas, que nunca llegan a su fulgor, como en la moraleja final de 'El gallo de oro', en el que se dice a las bravas que 'si eres maceta, no saldrás del pasillo'. Ese desierto de Jalisco está lleno de desesperanzas. Ni siquiera una ventura de purgatorio que pueda servir de algún tipo de tránsito. En realidad, la muerte da igual, casi deviene irrelevante porque la vida en sí misma ya es una anticipo amargo de lo que volverse espíritu pueda significar. Que no es otra cosa que el sabido penar del alma, pidiendo clemencia a otros muertos y otros suelos yermos.

La virtud de Rulfo es que nos presenta todo esto sin poner en conflicto la fe en el hombre. No hay debate humanístico en sus narraciones. El hombre es algo que va camino de la muerte y del infierno. Inevitablemente. Sin más. Y nada ni nadie podrá impedir el funesto desenlace. Un paisaje humano devastador sobre un espacio físico todavía más devastado.


“... Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo estuvieran encañonado en tubos de carrizo.”

Paraísos prometidos donde la nada es la orilla a la que se llega. Una nada repleta de recuerdos que vuelven a ser recuerdos de recuerdos. Una iteración enfermiza de futuros encadenados a pretéritos que jamás dejan de serlo. Eso es el infierno rulfiano: la vigencia absoluta del pasado como tragedia cuya incariable semántica es condenatoria. Sin redención. Redención que, como Juvencio Nava en 'Diles que no me maten' no se palía ni con la caridad ni con el olvido. Puro pecado. Criminal y destinado al castigo. El resto no es más que llanto y silencio. Como un velorio que se repite eternamente.

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